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brotar la acabada como en un acoplamiento verdadero o se oía a las mujeres ponerse a
gemir como cuando llegan, penetradas de veras, al paroxismo. La mujer que un poco antes
se levantaba los senos para tratar de alcanzar los pezones con la punta de la lengua y que se
había desembarazado, con un sacudón diestro, del hombre que había tratado de penetrarla,
repetía sus ademanes obscenos en diferentes lugares, y cuando alguien se le acercaba
abandonaba, brusca y desdeñosa, sus esfuerzos infructuosos y se alejaba sin darse vuelta,
buscando un lugar tranquilo para recomenzar.
Como oscurecía, los indios que me habían convidado pescado encendieron hogueras. Los
cuerpos desnudos y sudorosos relucían al resplandor de las llamas. Una fogata encendida
cerca de la costa se duplicaba en el río. Siluetas en actitudes inequívocas cruzaban, espo-
rádicas y fugaces, la claridad chisporroteante para perderse otra vez en lo negro. Una masa
informe de cuerpos, enredada en un acoplamiento múltiple se revolcó, por descuido o a
propósito, en un lecho de brasas, y unos gritos terribles se mezclaban a los suspiros, a las
exclamaciones y a los espasmos, mientras los cuerpos que se revolcaban levantaban, con
sus contorsiones, del fuego removido, un chorro de chispas veloces. Los que acababan iban,
todavía jadeantes, a recuperar sus fuerzas y su entusiasmo con el alcohol de las vasijas.
Aunque nos paseábamos sin descanso entre la tribu, se hubiese dicho que los que no
participábamos en la orgía éramos invisibles, hasta tal punto la muchedumbre frenética nos
ignoraba. Pasaban a nuestro lado sin siquiera dirigirnos una mirada -o, mejor, como si
hubiésemos sido transparentes, sus miradas perdidas nos atravesaban buscando algo más
real en qué posarse. Era como si deambuláramos por dos mundos diferentes, como si
nuestros caminos no pudiesen, cualquiera fuese nuestro itinerario, cruzarse, como si
paredes de vidrio nos separaran, ya que si, por ejemplo, una mujer avanzaba hacia nosotros
abierta y estremecida, o bien al llegar a nuestro lado paraba de golpe y dando media vuelta
se alejaba en dirección contraria, o bien pasaba de largo, ya que nosotros, como por ins-
tinto, nos hacíamos a un lado al verla llegar, y ella seguía, sin desviarse, su camino, como si
no ocupásemos ningún lugar en el espacio y no hubiésemos estado allí, interceptando el
vacío con nuestros cuerpos. Era fácil ver que, por dentro, la tribu estaba embarcada en un
viaje sin fondo, y que únicamente los cuerpos, como una cascara vacía, errabundeaban, de
un abrazo a otro, a nuestro alrededor. Sobre nuestras cabezas fueron apareciendo, de una a
una primero, de a puñados un poco más tarde, y sin término, como brasas, las estrellas. Con
su fuego diverso -rojas, amarillas, verdes, azuladas- encendían el cielo negro, más tenues
alrededor de la luna inmensa que, del otro lado del río, empezaba a subir. La luna lenta, que
cortaba en dos, con una franja ancha, blanca y quebradiza, el vacío negro en que la noche
había transformado a ese río infinito, proyectaba a través de los árboles unos rayos de luz
cruda, blanca, que iluminaban fragmentos de cuerpos o de grupos de cuerpos, o esos rostros
perdidos que se agitaban en la oscuridad vegetal.
La noche fue dejando, en la arena y el campo alrededor, entre ceniza espesa, pasto
chamuscado, palos ennegrecidos por el fuego, un rastro de cuerpos abandonados. Algunos
se agitaban todavía, entrelazados en abrazos maquinales, otros se movían de tanto en tanto,
otros se quejaban, bajo, otros estaban completamente inmóviles. En el alba vacilante, un
indio cruzó la playa en dirección al río, toqueteándose la nariz, que le sangraba. De uno que
no se movía, estirado bajo un árbol, la boca contra el suelo arenoso, no pude decidir,
inclinándome un poco para observarlo mejor, si estaba dormido o muerto. A medida que el
alba azul subía, volviéndose incolora, antes de que el primer sol horizontal comenzara a
dorar las copas de los árboles, los indios empezaron a reaparecer, tratando de desenredarse,
infructuosos, del peso que parecía hacerlos recular hacia el centro de la noche. Oscilaban,
indecisos, en el aire cintilante. Muchos seguían echados, remoloneando o incapaces de
levantarse, y siete u ocho nunca más se levantarían. Uno se paró, vacilando unos momentos
y quedándose inmóvil, pensativo, y después, de un modo brusco, se dio vuelta y empezó a
golpearse la cabeza contra un árbol, cada vez con más violencia, hasta que cayó, sangrando
por la boca y por los oídos. Algunos hablaban solos, en voz alta, o lloriqueaban. Cuando,
todavía un poco pálida, sé instaló la mañana, empezaron a dirigirse hacia las viviendas. En
el claro que se abría en medio de ellas, varias marmitas de arcilla, enormes, hervían sobre
un gran fuego. Algunos hombres sobrios revolvían su contenido; cuando me acerqué para
mirar, comprobé que lo que se cocinaba adentro eran las visceras y las cabezas de mis
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