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Pero la niña empezaba a toser en la cuna, o bien Bovary roncaba más fuerte, y Emma no
conciliaba el sueño hasta la madrugada, cuando el alba blanqueaba las baldosas y ya el
pequeño Justino, en la plaza, abría los postigos de la farmacia.
Emma había llamado al señor Lheureux y le había dicho:
-Necesitaría un abrigo, un gran abrigo, de cuello largo, forrado.
-¿Se va de viaje? -le preguntó él.
-¡No!, pero... no importa, ¿cuento con usted, verdad?, ¡y rápidamente!
El asintió.
-Necesitaría, además -replicó ella-, un arca..., no demasiado pesada, cómoda.
-Sí, sí, ya entiendo, de noventa y dos centímetros aproximadamente por cincuenta,
como las hacen ahora.
-Y un bolso de viaje.
«Decididamente -pensó Lheureux-, aquí hay gato encerrado».
-Y tenga esto -dijo la señora Bovary sacando su reloj del cinturón-,tome esto: se
cobrará de ahí.
Pero el comerciante exclamó que de ninguna manera; se conocían; ¿acaso podía dudar
de ella? ¡Qué chiquillada! Ella insistió para que al menos se quedase con la cadena, y ya
Lheureux la había metido en su bolsillo y se marchaba, cuando Emma volvió a llamarle.
-Déjelo todo en su casa. En cuanto al abrigo -ella pareció reflexionar- no lo traiga
tampoco; solamente me dará la dirección del sastre y le dirá que me lo tenga preparado.
Era el mes siguiente cuando iban a fugarse. Ella saldría de Yonvitlle como para ir a
hacer compras a Rouen. Rodolfo habría reservado las plazas, tomado los pasaportes a
incluso escrito a París, a fin de contar con la diligencia completa hasta Marsella, donde
comprarían una calesa, y, de allí, continuarían sin parar camino de Génova. Ella se
preocuparía de enviar a casa de Lheureux el equipaje, que sería llevado directamente a
«La Golondrina», de manera que así no sospechara nadie; y, a todo esto, nunca se
hablaba de la niña. Rodolfo evitaba hablar de ella; quizás ella misma ya no pensaba en
esto.
Rodolfo quiso tener dos semanas más por delante para terminar algunos preparativos;
después, al cabo de ocho días, pidió otros quince; después dijo que estaba enfermo; luego
hizo un viaje; pasó el mes de agosto, y después de todos estos aplazamientos decidieron
que sería irrevocablemente el cuatro de septiembre, un lunes.
Por fin llegó el sábado, la antevíspera.
Aquella noche Rodolfo vino más temprano que de costumbre.
-¿Todo está preparado? -le preguntó ella.
-Sí.
Entonces dieron la vuelta a un arriate y fueron a sentarse cerca del terraplén, en la tapia.
-Estás triste -dijo Emma.
-No, ¿por qué?
Y entretanto él la miraba de un modo especial, con ternura.
--¿Es por marcharte? -replicó ella-, ¿por dejar tus amistades, tu vida? ¡Ah!, ya
comprendo... ¡Pero yo no tengo a nadie en el mundo!, tú lo eres todo para mí. Por eso yo
seré toda para ti, seré para ti tu familia, tu patria; te cuidaré, te amaré.
-¡Eres un encanto! -le dijo él estrechándola entre sus brazos.
-¿Verdad? -dijo ella con una risa voluptuosa-. ¿Me quieres? ¡júralo!
-¡Que si te quiero!, ¡que si to quiero!. ¡Si es que te adoro, amor mío!
La luna, toda redonda y color de púrpura, asomaba a ras del suelo, al fondo de la
pradera. Subía rápida entre las ramas de los álamos, que la ocultaban de vez en cuando,
como una cortina negra, agujereada. Después apareció, resplandeciente de blancura, en el
cielo limpio que alumbraba; y entonces, reduciendo su marcha, dejó caer sobre el río una
gran mancha, que formaba infinidad de estrellas; y este brillo plateado parecía retorcerse
hasta el fondo, a la manera de una serpiente sin cabeza cubierta de escamas luminosas.
Aquello se parecía también a algún monstruoso candelabro, a lo largo del cual chorreaban
gotas de diamante en fusión. En torno a ellos se extendía la noche suave; unas capas de
sombra llenaban los follajes. Emma, con los ojos medio cerrados, aspiraba con grandes
suspiros el viento fresco que soplaba. No se hablaban, de absortos que estaban por el
ensueño que les dominaba. La ternura de otros tiempos les volvía a la memoria,
abundante y silenciosa como el río que corría, con tanta suavidad como la que traía del
jardín el perfume de las celindas, y proyectaba en su recuerdo sombras más desmesuradas
y melancólicas que las de los sauces inmóviles que se inclinaban sobre la hierba. A
menudo algún bicho nocturno, erizo o comadreja, dispuesto para cazar, movía las hojas, o
se oía por momentos un melocotón maduro que caía, solo, del espaldar.
-¡Ah!, ¡qué hermosa noche! -dijo Rodolfo.
-¡Tendremos otras! -replicó Ernma.
Y como hablándose a sí misma:
-Sí, será bueno viajar... ¿Por qué tengo el corazón triste, sin embargo? ¿Es el miedo a lo
desconocido..., el efecto de los hábitos abandonados o más bien...? No, es el exceso de
felicidad. ¡Qué débil soy, verdad! ¡Perdóname!
-Todavía estás a tiempo -exclamó Rodolfo-. Reflexiona, quizás te arrepentirás después.
-¡Jamás! --dijo ella impetuosamente.
Y acercándose a él:
-¿Pues qué desgracia puede sobrevenirme? No hay desierto, precipicio ni océano que
no atravesara contigo. A medida que vivamos juntos, será como un abrazo cada día más
apretado, más completo. No tendremos nada que nos turbe, ninguna preocupación, [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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