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Una hora después de salir del estadio, cuando habíamos recorrido unos quince
kilómetros, Hodson comenzó a aminorar la velocidad; su camión traqueteaba sobre el
camino poceado poco más que a paso de hombre. A menos de un kilómetro del río
habíamos entrado en un paisaje inundado por aguas pardas, estancadas. Hacia todas
partes se extendían canales descuidados y arrozales anegados, y el camino era ahora
poco más que una serie de arrecifes estrechos. Los campesinos desaparecidos habían
construido sus túmulos funerarios en los bordes del camino, y las puntas de los féretros
baratos asomaban como cajones en la tierra lavada por la lluvia, alacenas saqueadas por
el paso de la guerra. Del otro lado de los arrozales vi una barrera de buques hundidos que
bloqueaba el río: las chimeneas y los puentes asomaban en la marea crecida. Pasamos
por delante de otra aldea abandonada, y luego del fuselaje verde de un avión de
reconocimiento derribado por los norteamericanos.
Delante de mí, a tres metros de distancia, el camión de Hodson avanzaba a los
tumbos; los cadáveres cabeceaban vigorosamente, como durmientes que comparten un
sueño. De pronto Hodson se detuvo y saltó de la cabina.
Apoyó el mapa en la capota de del motor de mi camión y luego señaló el ancho canal
que habíamos estado siguiendo durante los últimos diez minutos. - Tenemos que cruzar
esto para llegar a la carretera principal. Más adelante hay un puente - esclusa. Parece
demasiado pequeño como para que lo hayan bombardeado.
Con sus manos fuertes empezó a arrancar las etiquetas pegadas a los guardabarros y
al parabrisas de mi camión.
Aunque estaba flaco y desnutrido, parecía fuerte y agresivo.
Era evidente que la experiencia de volver a conducir un vehículo le había devuelto la
confianza. Vi que había estado tomando generosamente de la botella de saki.
Se inclinó debajo de la puerta trasera del camión y palpó el neumático interior
izquierdo. Yo había notado que el vehículo se inclinaba cuando llegamos al canal.
- Se está desinflando, y no tenemos una maldita rueda de auxilio. - Se enderezó y
observó la parte trasera del camión, y con un solo movimiento de brazo apartó el
encerado, como un funcionario de aduana que pone al descubierto un cargamento
sospechoso. Miró con aprobación los cuerpos apilados unos sobre otros.
- Muy bien, descansamos aquí y terminamos la comida, luego buscamos el puente.
Primero aliviemos un poco nuestra tarea.
Antes que yo pudiese abrir la boca fue al camión y tomó por los hombros a uno de los
cadáveres. Tiró de él arrancándolo de la pila y lo arrojó de cabeza en el canal.
Pertenecía a un hombre de piel pecosa, de poco más de treinta años, y a los pocos
segundos volvió a la superficie del agua parda y lentamente se alejó entre las cañas.
- Vamos, ahora le toca a la monja. - Mientras la levantaba, gritó por encima del hombro:
- Empieza con los tuyos. Deja unos pocos por las dudas.
Diez minutos más tarde, mientras estábamos con las botellas de saki en la orilla del
canal, había en el agua unos veinte cadáveres que se alejaban lentamente en la corriente
perezosa. El esfuerzo de descargarlos casi me había agotado, pero los primeros sorbos
de saki, casi tan embriagadores como el arroz hervido que había comido, entraron
rápidamente en mi torrente sanguíneo. Ya no me perturbaba la manera brusca en que nos
habíamos desembarazado de nuestros pasajeros... aunque, curiosamente, mientras
estaba en la parte trasera del camión arrastrando los cuerpos al suelo me había
descubierto haciendo algún tipo de selección. Había retenido los tres niños y la mujer
madura que podría haber sido su madre, y tirado al agua la pareja china y la vieja de la
herida en la mandíbula. Pero todo eso no importaba nada. Lo único que importaba era
encontrar a mis padres. Para mí estaba claro que los japoneses no habían dicho
seriamente que llevásemos los cuerpos al cementerio protestante de Soochow: las dos
monjas demostraban que todo eso no era más que un truco, un truco que los liberaba de
algún apuro local antes que los norteamericanos aterrizasen en el campo de aviación.
Hodson estaba dormido al lado del camión. Su botella de saki siguió a los cadáveres
canal abajo. Después de arrojarle algunas piedras, pasé la hora siguiente mirando los
rastros de vapor de los aviones norteamericanos y pensando con creciente optimismo en
el futuro, y en el encuentro con mis padres y mi hermana luego, esa tarde. Nos
mudaríamos de vuelta a nuestra casa en la concesión francesa. Mi padre reabriría su
negocio de corretaje, y sin duda me llevaría como ayudante. Tras años de guerra,
Shanghai volvería a ser una ciudad próspera... todo retornaría a la normalidad.
Esta agradable fantasía me sostuvo después que Hodson se despertó un poco aturdido
y trepó a gatas a la cabina, y mientras arrancábamos en nuestros camiones aligerados.
Yo empezaba a tener hambre de nuevo, y lamenté haberme comido todo el arroz,
teniendo en cuenta que Hodson había tirado el suyo al canal. Pero entonces oí que
Hodson gritaba diciéndome algo. Señalaba el puente - esclusa, cien metros más adelante.
Cuando llegamos allí descubrimos que no éramos los únicos que esperaban cruzar.
Detenido en las cercanías del puente había un auto patrullero japonés camuflado, sin
nadie que custodiase la ametralladora liviana. Cuando nos detuvimos, la dotación de tres
hombres había subido al puente y trataba de cerrar las compuertas que nos permitirían
pasar al otro lado. Al vernos llegar, el sargento a cargo de la patrulla se nos acercó,
observando las pocas etiquetas que Hodson no había arrancado de los camiones.
Bajamos de las cabinas mientras el sargento inspeccionaba nuestra carga sin hacer
comentarios. Le dijo a Hodson algunas palabras en japonés, y nos indicó por señas que lo
acompañásemos al puente.
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