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cruzados ten�an buena provisión de agua y, por lo tanto, sus tropas
no fueron desastrosamente diezmadas por la sed. A pesar de todo,
unos cinco mil cristianos cayeron ante el contraataque de Saladino
o fueron capturados por los escaramuzadores. El sult�n perdió la
mitad de ese n�mero de soldados, incluyendo a ciento cincuenta
mamelucos reales y dos emires mayores, rango equivalente a los
altos comandantes cristianos.
No obstante, no fue una victoria decisiva para ninguno de
ambos bandos. De Ridefort, el Gran Maestro templario, murió en
medio de la batalla. Alguien dijo que a manos del propio Saladino,
como represalia por la violación de la palabra de honor que le hab�a
dado al sult�n, y que le hab�a valido la libertad de manos de sus
captores sarracenos.
-�Que Dios se apiade de su alma! -exclamó Belami-. Ha
pagado por su parte de culpa en la matanza de llittin.
Los servidores templarios hab�an combatido hasta que se vie-
ron obligados a seguir al ej�rcito en retirada del rey Guy; aun enton-
ces, siguieron efectuando cargas de caballer�a para evitar que los
arqueros montados sarracenos atacaran a la retaguardia de los cru-
zados.
Cuando por fin el vapuleado ej�rcito cristiano logró volver a sus
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trincheras estaba exhausto, pero la poderosa fuerza que el rey Guy
dejó atr�s surgió de repente para abatir a los sarracenos, que hab�-
an utilizado sus �ltimas flechas contra los cruzados en retirada.
-No fue un resonante �xito -murmuró Belami, con sarcas-
mo, mientras cubr�a su magullado y dolorido cuerpo con las man-
tas-. Pero hicimos sangrar a los sarracenos por la nariz. Al menos
eso fue mejor que quedarse sentado detr�s de las murallas de Acre,
estando mano sobre mano y muri�ndonos de hambre. �Eh, Simon?
El joven servidor no respondió. Ya estaba profundamente
dormido.
Una semana m�s tarde, un mariscal templario llamado Robert de
Sabl� fue investido como nuevo Gran Maestro. Belami aprobó con
entusiasmo la eleccion.
-He aqu� por fin a otro Arnold de Toroga. Este caballero, Simon,
era uno de los hombres de tu padre. Es inteligente y de ahora en ade-
lante tendr� una gran influencia en nuestra suerte.
-�Serviste bajo sus órdenes, Belami? -inquirió Simon, con
curiosidad.
-No directamente, pero el viejo D' Arlan juró junto a �l. Hab�a
salido de patrulla con �l muchas veces y tambi�n estuvo bajo sus órde-
nes en Krak des Chevaliers. Es un duro y resuelto comandante, pero,
gracias a Dios, no es temerario. Tengo inter�s en saber qu� har� con
nosotros.
Belami no tuvo que esperar mucho para saberlo. Poco despu�s,
el nuevo Gran Maestro mandó a llamar a �l y a Simon. Robert de
Sabl� era un fornido caballero, de pecho ancho y cuerpo recio. Su ros-
tro en�rgico y surcado de arrugas lo dec�a todo sobre �l. Desde sus
claros ojos casta�os hasta el firme trazo de su boca de lirios labios, era
el vivo retrato del hombre luchador y tenaz. Sin embargo, se advert�-
an indicios de humo y compasión en sus marcadas facciones, y alre-
dedor de los ojos pod�an apreciarse las patas de gallo de la persona
que sonr�e a menudo. Esencialmente, era la cara de un hombre bon-
dadoso.
Era un Gran Maestro templario a quien uno seguiria hasta la boca
del infierno si fuera necesario. Cuando sus servidores le saludaron,
De Sabl� aceptó alegremente sus respetos. Aquel no era el Gran
Maestro del Temple con el tradicional rostro adusto, arrogantemen-
te seguro de su Derecho Divino a conducir a la Orden a la guerra.
Aquel monje guerrero era un soldado de soldados. A Simon no le sor-
prendió saber m�s adelante que De Sabl� hab�a sido en una �poca
servidor dentro de la Orden. Un titulo de caballero por m�ritos en el
campo de batalla conferido por Odó de Sainr Amand le hab�a eleva-
do de los rangos inferiores.
-Tomó los votos de pobreza y de celibato ante el Gran Cap�tulo
en Jerusal�n, poco despu�s de que Saladino capturara a tu padre -
le explicó Belami a Simon.
Sin embargo, el veterano estaba seguro de que De Sabl� no
sabia nada acerca del linaje de Simon. El motivo por el cual su nue-
yo comandante �es hab�a mandando llamar no tardó en tornarse evi-
denre.
-Os felicito por vuestras t�cticas, servidor Belami -dijo-. El
servidor D' Arlan, que Dios acoja su alma, me contó sus haza�as en
vuestra compa��a bajo las órdenes de Saint Amand. Tengo entendi-
do que os reponiais de graves heridas cuando yo me un� a Odó de
Saint Amand. De modo que los avatares de la guerra han dispuesto
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que hasta el momento presente no sirvi�ramos juntos. Contadme
cuanto sep�is sobre Saladino. Ambos sois unas fuentes invalorables
de información respecto de ese personaje.
Los templarios dieron a su nuevo Gran Maestro hasta el m�s
peque�o detalle de la información que pose�an. Ninguno de los dos
pensó que estaba traicionando la confianza de Saladino, porque no
hab�an formulado ning�n juramento de no agresión ni de lealtad al
supremo sult�n. Por lo tanto, no se guardaron nada.
Al cabo de dos horas de escucharles, Robert de Sabl�, que has-
ta entonces hab�a permanecido callado salvo para formular una que
otra pregunta pertinente, les saludó.
-No hay duda de que hab�is vivido aventuras extraordinarias
-dijo-. Mis respetos, hermanos.
El Gran Maestro utilizó un t�rmino que los caballeros templa-
rios raras veces empleaban al dirigirse a los servidores de la Orden.
Tambi�n sonrió francamente, lo que significaba un cambio favorable
con respecto a la actitud del anterior Gran Maestro para con ellos.
-Tengo la intención de encargaros una delicada misión
-dijo-. Deb�is guardar silencio sobre el particular, porque ya hay
demasiadas intrigas en este campo imp�o. Los servidores asintieron
con la cabeza. El comandante templario prosiguió:
El rey Ricardo de Inglaterra y una considerable fuerza se ha
dejado persuadir para unirse con Louis, el margrave de Turingia, y
Enrique, conde de Champagne, con el fin de formar una tercera
Cruzada contra Saladino.
Involuntariamente, los servidores dieron un respingo. De Sabl�
sonrió.
-Adem�s, Federico Barbarossa, el consagrado emperador roma-
no, ha reunido un ej�rcito de m�s de doscientos mil hombres y pre-
tende marchar sobre ultramar desde el norte.
Belami le interrumpió, con el mayor respeto.
-Pero, honorable Gran Maestro, el gran �Barba roja� ya es un
anciano. Debe de tener cerca de ochenta a�os.
De Sabi� se sonrió ante la descripción que el veterano hizo del
emperador romano.
-Eso es indudablemente cierto, pero, Dios mediante, realizar�
el peregrinaje. A�n es un temible emperador guerrero, merecedor de [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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