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su correspondencia le impedía acompañarnos al desayuno, pero que a las once
estaría a nuestra disposición.
Durante toda la mañana, Laura estuvo asombrosamente tranquila, y cuando nos
reunimos para esperar a Sir Percival me dijo:
 No temas, hermanita. Me puedo dejar dominar por mis sentimientos ante un
amigo tan bondadoso como el señor Gilmore, pero no delante de Sir Percival.
Yo la miraba y escuchaba con la mayor sorpresa. Ninguna de las dos hubiéramos
esperado en ella tal fuerza de carácter, oculta hasta que el amor y el sufrimiento la
pusieron de manifiesto. A las once Sir Percival llamó a la puerta. En su contraído
semblante se leía la ansiedad. Su apagada tos seca, peculiar en él, parecía
molestarle más que de costumbre, y cuando se sentó ante nosotras era el más
pálido de los tres.
Después de unas cuantas frases sin importancia, con las cuales procuró disimular
su turbación, se produjo un momento de angustioso silencio, después del cual
Laura comenzó a hablar.
 Tengo que hablarle de algo muy importante para nosotros dos. Me acompaña
mi hermana, porque su presencia me infunde una gran confianza. Antes de
empezar, le ruego que crea que no ha tenido ella nada que ver en todo cuanto
tengo que decirle, y que todo es de mi iniciativa particular.  Sir Percival se
inclinó silenciosamente y Laura continuó:  Marian me ha dicho que está usted
dispuesto a devolverme mi palabra si así se lo pido. Por su parte, es esta una
acción grandemente generosa a la que le quedo muy reconocida, pero que no
puedo aceptar.  Uno de los pies de Sir Percival golpeaba nerviosa e
incesantemente la alfombra.  No he olvidado  continuó mi hermana que
antes de honrarme con su petición formal obtuvo usted el permiso de mi padre, y
espero que tampoco habrá olvidado mi respuesta. Le dejé entrever en ella que la
influencia de mí padre y sus consejos eran únicamente los que me decidían a
entregarle mi mano. Para mí siempre fué el mejor de los amigos, y, una vez
muerto, sus órdenes y consejos me son tan sagradas como si viviera.
Por primera vez se alteró su voz y sus dedos, nerviosos hasta entonces, se
agarraron a mi mano.
 Me atrevo a preguntar  interrumpió Sir Percival si se me puede acusar de
algo que haga desmerecer la confianza con que me honró su difunto padre, y que
para mí es el timbre más preciado.
 No tengo nada que reprocharle. Confieso que a pesar de que intentara recoger
mi palabra, usted no me ha proporcionado ninguna excusa para hacerlo. Las
palabras que le digo son para reconocer que su conducta ha sido digna de la
confianza de mi pobre padre. Todo ello demuestra la imposibilidad en que me
encuentro de faltar al compromiso contraído. Así, pues, Sir Percival, la ruptura de
nuestras relaciones o de nuestro matrimonio será únicamente obra suya.
El pie nervioso se paró instantáneamente.
 ¿Obra mía?  preguntó sorprendido . ¿Qué razón puedo yo tener para
hacerlo?
La respiración de mi hermana se hizo más anhelante y su mano se quedó fría
entre las mías.
 Una razón que para mí es muy dura de confesar. En mi se ha producido un
cambio que justificaría plenamente el que usted retirara su palabra.
El semblante de Sir Percival se puso lívido, hasta el punto de que el livor llegó
hasta sus labios. Apoyó su cabeza en una de sus manos, de modo que sólo el
perfil era visible para nosotros, y preguntó con ahogado acento:
 ¿Qué cambio quiere usted decir?
Laura estrechó mi mano y prosiguió sin mirar a su prometido:
 He oído y lo creo que el mayor de todos los amores debe ser aquel que la mujer
dedique a tu marido. Cuando le di a usted mi palabra, este amor no había
encontrado en mí objeto. Estaba en usted el haberlo conquistado. Perdóneme si le
digo que hoy ya es tarde.
El no contestó, y continuó inmóvil. No podía saberse si era pena o cólera lo que
contenía aquella cabeza que parecía de cera.
Para cortar la violencia de la situación, decidí yo tomar la palabra.
 Sir Percival, ¿no tiene usted nada que decir cuando mi hermana ya ha dicho
tanto, mucho más aún de lo qué un hombre de su posición tiene derecho a exigir?
Esta última frase, hija de mi enérgico carácter, le dió pie para contestar.
 Perdóneme, señorita Halcombe; no he reclamado ese derecho.
 Espero que mi penosa confesión no habrá sido en vano y que, por lo menos, me
habrá conquistado la confianza de usted para lo que todavía me queda por decir.
 Puede usted contar con ella  dijo él lacónicamente.
 Le ruego que no crea que me guía ningún móvil egoísta. Excúseme del
cumplimiento de la palabra y no me dejará usted para que me case con otro, sino
para continuar soltera el resto de mi vida. La infidelidad solamente ha existido en
mis pensamientos, entre la persona a quien por primera y última vez aludo ante su
presencia. No se ha cambiado entre nosotros la menor frase de amor, y lo más
probable es que nunca volvamos a vernos. Le suplico que no me obligue a decirle
más, y a que crea en lo que acabo de contarle. He cumplido con lo que creía mi
deber para con usted, y me queda sólo decirle que me perdone y que guarde mi
secreto como corresponde a un caballero.
 Puede usted sentirse tranquila con respecto a ambas cosas  dijo, y continuó [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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